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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

REFORMA Y CONTRARREFORMA

CAPITULO I .

ESPAÑA Y LA EXPANSION MUNDIAL DE LA IGLESIA

 

En la época del pontificado renacentista la Iglesia católica pagó del modo más grave las consecuencias de la crisis de la Baja Edad Media, que venía durando ya siglos. Pero mientras la decadencia del espíritu religioso parecía anunciar violentas conmociones, quedaban aún casi intactos, como reserva de fuerzas primordiales e imperecederas y como fuente de nueva energía, la Península Ibérica y los países sometidos a ella.

Castilla, que durante mucho tiempo había estado aliada militarmente con Francia, era desde el siglo XV una de las grandes potencias europeas. En el ámbito interno la Iglesia española, al salvaguardar el derecho de elección de los cardenales, había salvado, especialmente en el Concilio de Constanza, la tradición de la Iglesia misma, impidiendo así que se diluyera en una inconsistente liga de naciones. Desde el momento en que Isabel la Católica, que estaba casada con Fernando de Aragón, subió al trono de Castilla y León a la temprana edad de veintitrés años, inicióse un nuevo auge del país. Al unir Castilla con Aragón creó la base permanente de la situación de España como gran potencia. Sólo ahora pudo concertarse la paz con Portugal; sólo ahora recobró el país la seguridad general. Ahora se tenía posibilidad de poner fin a la obra secular de la reconquista cristiana de la península, suprimiendo el último bastión del Islam, el reino de Granada. Al exigirle los Reyes Católicos los tributos al rey moro, éste había contestado que, en lo sucesivo, las casas de moneda de su reino no acuñarían ya oro, sino acero. Pero las armas de las tropas cristianas parecían estar hechas de un acero más duro todavía. Con importante participación extranjera —en el ejército español luchaban incluso jóvenes caballeros alemanes— se llevó adelante durante diez años la campaña como una tarea cristiana universal, para fomentar la cual había concedido el papa indulgencias en 1483. En 1487 se conquistó Málaga; la mezquita principal fue transformada en catedral cristiana y una tercera parte de los moros hechos prisioneros se empleó para liberar a esclavos cristianos en Africa. Y enfrente de Granada, que estaba defendida por 1.030 torres, la reina Isabel, que se había presentado personalmente en el campamento, hizo construir, como expresión de su convicción de que aquella campaña era un asunto de fe, la ciudad de Santa Fe. Cuando Granada se entregó por fin, en 1492, el primado de España, cardenal Mendoza, se adelantó con sus huestes para ocupar la Alhambra. De este modo la bandera de los cruzados, regalo del papa Sixto IV, que había precedido a las tropas en la campaña, fue lo primero que apareció sobre las alturas de la Alhambra para anunciar que el dominio de la Media Luna había sucumbido ante la Cruz de Cristo.

La prolongada lucha no sólo había mezclado a los señores con el pueblo, sino que había creado además en la nación española un ardiente y casi fanático espíritu de fe. La divisa Plus Ultra era para España, ciertamente, un mito, pero era también historia; era su misión, a la que estaba predestinada y en la que consumía su existencia. La unidad de la Iglesia y el Estado, la total penetración de aquélla por éste y de éste por aquélla, y, como presupuesto de todo esto, la unidad religiosa misma, constituía una de las máximas perennes de la política española. Y así no resulta extraña la lucha contra los enemigos de la fe y contra los apóstatas, y la subyugación de los judíos y mahometanos, elementos de raza extraña. Los conversos del judaismo, llamados «cristianos nuevos», habían retornado en gran parte, de manera declarada u oculta, a su antigua fe. La unión entre ellos era muy estrecha. Y no era pequeño el peligro de su propaganda, el peligro del proselitismo. Pronto pareció que en España vivían dos naciones que se odiaban a muerte. Fernando el Católico consiguió del papa el establecimiento del Tribunal de la Fe, la Inquisición española, que fue desde el principio un instrumento omnímodo en manos del monarca y que más de una vez había de ser empleado, en el futuro, también para fines estatales y políticos. La expulsión de los judíos en el mismo año de la conquista de Granada fue una medida puramente política. Tampoco se mantuvo durante mucho tiempo la promesa de libertad religiosa hecha a los moros de Granada. Cuando éstos se opusieron a los intentos cristianos de convertirlos y surgieron revueltas, los Reyes Católicos retiraron su promesa y les colocaron, en 1501, ante esta disyuntiva: o bautizarse, o marchar al destierro. Así se creó la unidad religiosa de España.

Los Reyes Católicos —Alejandro VI les había concedido en 1496 el título de Maiestas Catholica— veían la consumación de su política absolutista también en su dominio sobre la Iglesia española. Además del nombramiento del Inquisidor general, lograron obtener de los papas el derecho de patronato sobre los puestos eclesiásticos importantes del reino de Granada. Sixto IV les confirmó expresamente el derecho de «placet» para las bulas pontificias, así como el derecho a apelar del tribunal eclesiástico a su propio tribunal, derecho que ya habían reivindicado mucho antes, para que su poder fuese completo. Ya desde el comienzo de su gobierno Isabel se había venido presentando personalmente en las elecciones de la Orden de Santiago, para decidir, de acuerdo con sus deseos, la elección del Gran Maestre. Y Fernando se hizo transferir las dignidades de Gran Maestre de las demás Ordenes militares españolas. Para su sucesor, Carlos V, Adriano VI unió expresamente estas dignidades con la corona. Ciertas cuestiones del dominio feudal del papa sobre Nápoles provocaron violentas reacciones del rey, de tal modo que durante algún tiempo se temió una total ruptura de Fernando con Roma.

CISNEROS Y EL HUMANISMO CRISTIANO

Este dominio de los reyes sobre la Iglesia, que era un fenómeno general en las postrimerías de la Edad Media, no impidió, sin embargo, en modo alguno, que se activase con éxito la vida eclesiástica en el reino español. Obispos adornados de grandes cualidades, estimados también en la corte y de gran influencia en ella, entre los que se cuentan el piadoso Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y especialmente los cardenales Mendoza (f. 1495) y Jiménez de Cisneros (f. 1517), laboraron celosamente por reformar y fortalecer sus Iglesias. En los años 1473 y 1512 se celebraron dos importantes Sínodos provinciales, y sus decretos de reforma fueron llevados realmente a la práctica. El clero regular no quedó exento de cumplir los nuevos preceptos. Se impuso la observancia estricta especialmente en las Ordenes mendicantes; todos los monasterios de benedictinos fueron obligados a unirse a la congregación reformada de Valladolid. Un primo del mismo Cisneros llevó a cabo la reforma en Monserrat. A los sacerdotes seculares les exigió que observasen el deber de residencia, y a los párrocos, la confesión frecuente y la homilía dominical. Se declaró la guerra de un modo especial a la ignorancia religiosa. El cardenal Mendoza escribió un catecismo de la vida cristiana para promover la educación religiosa. Se fundaron numerosos Colegios y Universidades. El seminario de Granada sería más tarde el modelo que tendrían en su mente los padres del Concilio de Trento al promulgar su decreto sobre los seminarios. Como octava maravilla del mundo consideraron los hombres de aquel tiempo la fundación de la Universidad de Alcalá por Cisneros, a la que el cardenal franciscano dotó de una manera verdaderamente principesca.

Mas las energías no se agotaban en levantar grandiosos edificios para iglesias, universidades y hospitales; a las nuevas instituciones se les encomendaban también grandes tareas y se les asignaban grandes fines. En Alcalá, Cisneros creó no sólo una cátedra de teología tomista, sino también otra de teología escotista e incluso una tercera de teología nominalista; y junto a ellas estableció cátedras de griego y de hebreo. Llamó a su fundación a estudiosos de Salamanca y de París, encargándoles que editasen un texto científicamente fiel de la Sagrada Escritura. Con una liberalidad asombrosa, llegó a invitar incluso a Erasmo a que fuera a España para colaborar en los trabajos. A sus costas y de acuerdo con sus directrices —el texto de la Vulgata no debía ser corregido según el texto griego, sino que debía ser restablecido según los mejores manuscritos latinos— apareció, por fin, como resultado de los más serios trabajos filológicos, la Políglota Complutense, llamada así por el nombre latino de Alcalá, que fue la primera edición impresa del texto primigenio del Nuevo Testamento, al que muy pronto siguió el texto del Antiguo. Los seis tomos se fueron imprimiendo entre 1514 y 1517, pero no salieron a la luz pública hasta 1520, pues hasta después de la muerte de Cisneros no se solicitó la aprobación pontificia. Nadie menos que Erasmo tributó los mejores elogios a la labor realizada por los estudiosos de Alcalá: Gratulor vestrae Hispaniae ad pristinam eruditionis laudem veluti postliminio reflorescenti. También se pensaba editar un Aristóteles en griego y en latín.

Cisneros fue el gran mecenas del humanismo cristiano en España, que, bajo la dirección de Nebrija (cuya actitud crítica frente a las tradiciones de la Iglesia provenía de Lorenzo di Valla), pretendió dedicarse exclusivamente, ya antes de que se acabase el siglo, a trabajar en la Sagrada Escritura. Nebrija encontró numerosos discípulos en sus trabajos para establecer un texto crítico del Evangelio en la época en que había aparecido el nuevo arte de imprimir, texto que incluiría los más diferentes manuscritos, junto con sus errores. Además de esto, Nebrija fue el heraldo del futuro grandioso del idioma de Castilla y el reanimador de la cultura latina, ahora que el país se encontraba ya completamente liberado de la dominación de los moros.

El humanismo cristiano fue favorecido eficazmente por una corriente mística. Se tradujeron obras como la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia; en 1493 apareció un Lucero de la vida cristiana, era conocida la explanación del Miserere hecha por Savonarola. La meta anhelada de todos los dirigentes eclesiásticos parecía ser un cristianismo orientado totalmente hacia la interioridad y la gracia. El estudiar la Etica de Aristóteles, así como a Cicerón, Séneca y Boecio, se apreciaba únicamente como preparación para la imitación de Cristo. Añadió a esto la impresión que a los hombres de aquella época produjo el prodigio de la dilatación de la cristiandad, que iba más allá de todo lo imaginado, y de la cual se sentía instrumento el cardenal español. Se despertaron esperanzas mesiánicas, que se concentraron en torno a Cisneros y, algunos años más tarde, en torno al joven rey. Pero de los teólogos nominalistas de Salamanca salieron los primeros españoles que más tarde se hicieron sospechosos de tendencias luteranas; de sus filas salieron los alumbrados, aquellos místicos que dos generaciones más tarde habían de ser perseguidos rigurosamente por la Inquisición y el Santo Oficio.

Desde el comienzo hubo también en España una oposición contra el humanismo cristiano y contra la labor de crítica textual de Erasmo. Y fue tan ruidosa, que Clemente VII tuvo que amenazar con encarcelar a uno de sus portavoces si no callaba. La misma Políglota de Alcalá no volvió a ser impresa en los decenios siguientes, a pesar del vivo interés existente por la Sagrada Escritura, y el Concilio de Trento ni siquiera la cita. Sólo más tarde, en tiempos de Felipe II, tuvo una reimpresión, lejos de la patria española, en Amsterdam, con el nombre de Biblia Regia.

Al morir Fernando en 1516, a la edad de sesenta y cuatro años, hallándose en camino hacia Sevilla, el anciano Cisneros asumió la regencia, junto con Adriano de Utrecht, preceptor del heredero, Carlos I, y la administró según el espíritu del fallecido rey. Se negó a que se predicase en España la indulgencia para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, la cual había de convertirse en Alemania en el motivo de la aparición de Lutero. Dos meses antes de morir el cardenal, desembarcó Carlos en Asturias. Durante toda su vida Cisneros había intentado fortalecer el poder real frente a la despótica nobleza feudal y las ciudades. Sin embargo, no había logrado un éxito definitivo. Al nuevo rey, al que, al comienzo, se le miraba en España como extranjero y protector de los extranjeros, las Cortes, reunidas en Valladolid, le manifestaron que sólo le prestarían el juramento de fidelidad si también él juraba mantener los privilegios, libertades y usos de los municipios, y sobre todo las leyes que prohibían dar cargos y beneficios a los extranjeros. Cuando más tarde, al saberse que Carlos había sido elegido emperador romano-germánico, éste desatendió los ruegos de los españoles de que no abandonase el país y emprendió viaje hacia el norte en 1520, estallaron alborotos en las ciudades. Estos se dirigían aparentemente contra las depredaciones de los extranjeros, pero en realidad iban contra el mismo Carlos. Sólo la derrota de la rebelión general, a la vuelta de Carlos en 1522, a causa de la cual las ciudades perdieron sus libertades y privilegios, a la vez que sufrieron sensibles daños en su vida comercial, dio al rey de España aquella plenitud absolutista de poder y de recursos, que más tarde Carlos V había de poder emplear, militar y financieramente, en sus empresas, que se extendieron a todo el mundo.

EL NUEVO CAMPO MISIONAL

El territorio sobre el que reinaba Carlos I había sobrepasado hacía ya tiempo las fronteras de Occidente. En el campamento de Granada había aparecido en 1492, ante los vencedores Reyes Católicos, el genovés Cristobal Colón, a fin de conseguir de ellos apoyo para sus planes de encontrar por Occidente el camino hacia la India. El 3 de agosto del mismo año partió, con tres carabelas, del puerto de Palos de Moguer; y el 12 de octubre llegó, sin saberlo, a territorio americano. Tres viajes posteriores ampliaron el radio de sus descubrimientos; otros audaces y osados marineros, aventureros y conquistadores siguieron su ejemplo. Ante los ojos de los contemporáneos surgió un Nuevo Mundo sobre cuyo suelo fueron plantadas la bandera española y la cruz de Cristo. Indudablemente Colón emprendió sus aventurados viajes «por Dios y por el oro». Pero al dar nombre a los nuevos territorios (San Salvador, Santa María, Trinidad) realizó una especie de bautismo, iniciando la cristianización del Nuevo Mundo. La consecuencia de estos viajes fue una dilatación gigantesca del Orbis cbristianus. La Iglesia había sobrepasado ahora las fronteras de Occidente. Un inmenso campo nuevo de actuación, un ingente campo de trabajo se abría ahora ante ella: el mundo entero.

Cuando Colón, a la vuelta de su primer viaje, se presentó ante Isabel en la Plaza Mayor de Barcelona y los indios que había traído consigo solicitaron el bautismo, que les fue administrado en la catedral de la ciudad, siendo madrina la misma reina, comenzó al mismo tiempo una de las épocas más grandiosas de la historia misional de la Iglesia. En el segundo viaje de Colón marchó ya un benedictino de Monserrat, Bernardo Boil, a quien el rey había nombrado director de un grupo misionero de doce hombres. La santa misa se celebró por primera vez en el Nuevo Mundo en Haití, en la fiesta de la Epifanía de 1494, y en septiembre de ese mismo año se administró el primer bautismo. El reino de Dios había llegado, aun cuando Boil volvió el mismo año a España.

Al igual que todos los asuntos eclesiásticos españoles, la labor misionera estuvo inseparablemente unida desde el principio con la política. Un poco de la compacta unidad de la Alta Edad Media parecía haber arribado así, con la misión, al Nuevo Mundo. Es extraño que alguien se escandalizase de ello, como el dominico P. Las Casas. Más frecuente era una consideración verdaderamente escatológica de las cosas, tal como la expresó por escrito, a finales del siglo XVI, el franciscano Mendieta: Dios, decía, había destinado a los españoles para ser su pueblo escogido y había exaltado sobre todo el mundo, en la persona de Carlos V, al emperador-mesías. El milenario reino del Apocalipsis estaba próximo. Pero en el terreno de las cosas concretas hubo, más de una vez, dificultades y colisiones. Cuando Portugal, que poseía la jurisdicción espiritual sobre todos los territorios recién descubiertos, protestó contra la toma de posesión por España de la India de Occidente, fue el papa Alejandro VI quien, a ruegos del rey Fernando, resolvió las dificultades, con las cuatro famosas bulas del año 1493. Los territorios ya descubiertos y los que se descubrieran al oeste se donaban a la corona española, con el encargo expreso de que llevase la religión cristiana a los pueblos que poblaban aquellas islas y el continente. Se trazó, de polo a polo, una línea de demarcación que corría al oeste de las Azores. La India oriental sería territorio de dominio portugués, y la «India occidental», de dominio español; a ambas naciones se les imponía la misma condición de misionar la población indígena. En el tratado de Tordesillas de 1494, los dos países desplazaron esta línea 370 millas más al oeste.

La corona española tomó en serio desde el principio esta tarea misionera. Con el nuevo gobernador llegaron a Haití en 1502 diecisiete franciscanos, y en 1519 arribaron los primeros dominicos; en 1511 llegaron veinticuatro misioneros a Puerto Rico. Ya en 1616 ordenó Cisneros que ningún barco podía partir hacia el Nuevo Mundo sin llevar sacerdotes a bordo. En 1522 se habían erigido ya ocho obispados en las Antillas. En 1522 desembarcaron en Méjico tres franciscanos holandeses, elegidos por el confesor del emperador, a los que siguieron, al año siguiente, los «Doce Apóstoles», que eran religiosos españoles. A su llegada, Cortés salió a su encuentro y, con asombro de los aztecas, bajó de su caballo, se arrodilló humildemente ante el grupo de frailes y les pidió su bendición. En 1526 uno de ellos fue nombrado primer obispo de la ciudad de Méjico. En los diez años siguientes fueron llegando dominicos y agustinos. Estos primeros misioneros no sólo eran hombres ejemplares y deseosos de ganar almas, sino también gentes cultas. Para poder misionar tuvieron que comenzar por aprender varias lenguas, cuya composición era radicalmente distinta de todas las europeas. Pero en el transcurso de pocos años pudieron publicar los primeros diccionarios y los primeros catecismos en los idiomas de los indígenas. Los resultados de la labor misionera fueron extraordinarios, realmente inverosímiles. En veinte años habían sido bautizados algunos millares de hombres; 8.000, 10.000, más aún, 14.000 bautizos en un día no eran algo raro para dos franciscanos. Se puede tener una opinión distinta acerca del método de misionar, se puede poner objecciones a la calidad de las conversiones, pero los números mismos son citados de manera tan inequívoca en las diversas fuentes, que no puede caber duda de ellos. Las cinco provincias de los franciscanos y las tres de los dominicos existentes en Méjico a finales del siglo, son una prueba más del brío con que se acometió esta labor y del eco que había encontrado en este país.

Uno de los más importantes campos de actividad fue la escuela. Ya el mismo año de su llegada, los «Doce» fundaron el primer centro de enseñanza, en el que se buscó el método pedagógico más adecuado a los indígenas y se transformó de raíz su vida. Junto a la religión y las otras disciplinas corrientes, los indios aprendían aquí, bajo la dirección de los religiosos, todas las habilidades manuales y técnicas de los europeos: la construcción de casas y puentes, el tejido de telas y la elaboración de instrumentos domésticos, el cultivo de la tierra, la cría de ganados y la cerámica. En todo eran competentes estos frailes; curaban a los enfermos y consolaban a los moribundos, enseñaban a los niños y enterraban a los muertos, corregían a los equivocados y defendían a los oprimidos contra toda explotación, reemplazando en poco tiempo a íos personajes que antes dirigían la sociedad pagana. Crearon un país católico, que pronto encontró su centro religioso en el santuario mariano de Guadalupe, aunque, ciertamente, también sufrió después la tensión entre el clero secular y el regular, y pocos decenios más tarde cayó en un cierto letargo bajo una administración colonial secularizada. También en Sudamérica la misión marchó al mismo compás que la conquista; los misioneros caminaban, por así decirlo, tras las huellas de los conquistadores. Sin embargo, los éxitos no fueron tan contundentes como en Nueva España (Méjico). Mientras que aquí fue un pueblo civilizado el que se llevó a la verdadera fe, en Sudamérica fue necesario acostumbrar antes a las tribus indias, más o menos nómadas, a la vivienda fija, a la regla, la ley y el trabajo.

También la mayor población europea de estos países trajo consigo no pocas rebeliones y retrocesos, dada la ferocidad de los indios y los latrocinios y la explotación, con frecuencia brutales, de los conquistadores y colonos. La pluralidad de formas que la Iglesia misionera llegó a encontrar es asombrosa. Va desde la Universidad de los dominicos en Lima (1535), en el antiguo y elevado Imperio incaico de Perú, hasta las aldeas misioneras de Ecuador y Paraguay, en las que los indios, sistemáticamente instruidos, religiosamente dirigidos y educados para el trabajo por los religiosos, y, a la vez, aislados de la malsana influencia de los colonizadores, habían de vivir la forma de sociedad cristiana adecuada a ellos.

EL P. BARTOLOMÉ DE LAS CASAS

Toda concentración de indígenas, y su cuidado especial, ya se realizase en las ciudades-monasterios de Méjico o en las «reducciones» del Gran Chaco, en Paraguay, despertaba ciertamente la resistencia y la repulsa hostil de los colonos y propietarios europeos. En los indios, de los que necesitaban indispensablemente, dada la falta de animales de tiro y de carros, veían ellos mano de obra barata y gratis. Los indios eran, en efecto, paganos, y por ello, según la opinión de muchos teólogos, no poseían derechos de ninguna clase en una sociedad cristiana. Una nueva esclavitud surgió de esta manera en América. Pero los misioneros, al concentrar ahora a los indios, los substraían a los colonos.

Muy pronto se entabló una lucha a fondo en torno a aquellos nuevos cristianos. El problema en cuestión eran los derechos humanos universales de los indios. Uno de los méritos inmortales de la Iglesia consiste precisamente en haber hecho triunfar el principio de la igualdad de las razas; haberlo hecho triunfar poco a poco, desde luego, pero sin acudir a las violencias externas, empleando tan sólo los medios de la enseñanza, de la protesta y del sacrificio personal de sus obispos y sacerdotes. El dominico P. Bartolomé de las Casas se convirtió en defensor de los derechos del hombre y en campeón de la libertad de los indios, a pesar de los duros obstáculos con que tropezó incluso en determinados círculos eclesiásticos.

La relación de los indios con sus nuevos dueños se basaba, jurídicamente, en la llamada «encomienda». A todos los españoles que habían hecho méritos especiales en el Nuevo Mundo se les concedía el derecho de imponer impuestos a los indios que se les habían encomendado de por vida, y de obligarlos a trabajar, así como el deber de cuidarse de su bien espiritual y corporal. En la realidad práctica de la vida cotidiana este sistema no significaba otra cosa que la adjudicación de indios para realizar trabajos forzados en las minas y plantaciones. Las Casas, que en 1502 había llegado a Haití con una encomienda de este tipo, y que luego había sido ordenado sacerdote en Roma y había predicado en Cuba entre los indígenas, se dio cuenta, en la isla de Santo Domingo, gracias al valeroso sermón de un dominico, de la injusticia de todo este sistema. Las Casas renunció a su encomienda, pero su ejemplo fue imitado por muy pocos de sus connacionales. Entonces acudió a la corte de España, para interceder allí en favor de los indios. Consiguió del regente Cisneros que nombrase una comisión investigadora, con la cual volvió a América. Aquí la labor de ésta le pareció demasiado tímida. Por ello volvió de nuevo a España y presentó sus propios planes: Para sustituir a los indios, que morían prematuramente en las minas y plantaciones, propuso que se llevasen a América esclavos negros, más robustos, escogiéndolos entre los que hubieran sido derrotados en una guerra justa. La vida le enseñó más tarde, ciertamente, cuán injustas eran las guerras en que los portugueses habían apresado a los negros y les habían reducido a esclavitud.

Mas su pacífica labor misionera y colonizadora tropezó con la resistencia de funcionarios y comerciantes españoles. Con el fin de poder continuar su lucha en favor de los indios, Las Casas se hizo ahora dominico. En sus escritos atacó denodadamente el que se ejerciese coacción en la misión, y pidió que el único camino fuese la predicación y la libre aceptación de la fe. Sus memoriales dirigidos al Consejo de Indias, en los que recalcaba de modo especial que la única justificación de la presencia de los españoles en el Nuevo Mundo era el deber de misionar, tuvieron finalmente el resultado de que Carlos V promulgase en 1542 las «Leyes Nuevas»; en ellas se prohibía la esclavitud, se equiparaba a los indios con los españoles, en lo relativo a los impuestos, y se suprimían las encomiendas. Como obispo de Chiapa, en Méjico, Las Casas había de llevar a la práctica las nuevas leyes. Mas los colonizadores españoles promovieron una revuelta contra él. Tuvo que volver a España, y tras una entrevista de importancia histórica que tuvo con el Consejo de Indias, en presencia de Carlos V, fue declarado libre de toda culpa. Las Casas renunció a su diócesis y permaneció en España como consejero de la corte y defensor de los indios. Con su obra brevísima relación de la destrucción de las Indias pretendía evitar que el rey realizase nuevas conquistas en el Nuevo Mundo. Con este escrito fomentó también ciertamente en gran manera, contra su voluntad, la «leyenda negra» antiespañola. Todavía a sus ochenta y dos años se presentó Las Casas ante Felipe II y defendió los derechos de los indígenas.

Como verdadero humanista, Las Casas había advertido el valor de las culturas extrañas y pedía que la misión y sus métodos se acomodasen a aquéllas. Sus adversarios no eran sólo, ciertamente, la codicia y el egoísmo de los colonizadores. Contra él estaban también los teóricos que intentaban repensar desde una perspectiva aristotélico-escolástica los problemas que el descubrimiento de América había planteado. A fin de cuentas, la guerra que se hacía a los indígenas había que justificarla también ante la conciencia moral ¿Qué eran aquellos indios? ¿Eran paganos o cristianos vueltos al paganismo, eran personas racionales o animales salvajes, seres intermedios entre el hombre y el animal? ¿Eran bárbaros que era preciso someter al poder de los civilizados españoles, para llevarlos a la religión y a los sentimientos cristianos? ¿Pueden los indios aprender a vivir como los trabajadores cristianos de España? ¿Se puede hacer la guerra a los infieles precisamente por ser infieles? ¿Pueden los cristianos imponer castigos a los paganos si éstos han pecado contra la ley natural? Estas y otras preguntas semejantes inquietaban a los teólogos y juristas de España y de otras naciones. Sin inmutarse, Las Casas defendía en todos estos problemas, por hablado y por escrito, la total paridad de los indios con los hombres de otras razas, la posibilidad de realizar la cristianización por medios pacíficos, la colonización pacífica del Nuevo Mundo, la ilegalidad de la guerra en América. En esto era un discípulo fiel del general de su Orden, el cardenal Cayetano, que fue el primero que, en 1517, defendió que los paganos de los países recién descubiertos no eran, ni de derecho ni de hecho, súbditos de los príncipes cristianos. Los métodos misionales de los príncipes cristianos deben guiarse por este principio: «Ningún rey, ningún emperador, y ni siquiera la Iglesia romana, puede hacerles la guerra».

En el P. Las Casas se agitaba la conciencia moral de la España católica. A su influjo hay que atribuir el que, finalmente, bastante tiempo después de su muerte, la nueva legislación real de 1573 recusase el concepto de conquista. Las Casas no se encontraba sólo, desde luego. Al menos en la práctica los misioneros consideraron siempre a los indígenas como hombres plenos, capaces de recibir el cristianismo, aun cuando en Méjico se dudó durante algún tiempo en dar la sagrada eucaristía a los indios, e incluso un Sínodo celebrado en la ciudad de Méjico en 1555 prohibió que se permitiese a los indios acceder a las órdenes superiores —los primeros franciscanos llegados al país habían pensado de manera distinta.

EL PATRONATO DE LA CORONA

La Curia romana se dio cuenta desde el primer momento de que los audaces viajes marítimos de descubrimiento que partían de Palos, Cádiz y la desembocadura del Tajo revelaban un número ingente de iniciativas y energías misioneras, y las movilizó conscientemente, apoyándolas con todos sus medios. Pues, en efecto, mucho antes que España, había sido Portugal, la otra nación de la Península Ibérica, la que, desde Enrique el Navegante (f. 1460), había esperado encontrar, por medio de expediciones metódicas, aliados contra los moros de Marruecos. Naves portuguesas habían rodeado ya la punta meridional de Africa, habiendo llegado, desde Zanzíbar, a la costa occidental de la India. En el año 1500 descubrieron Brasil, y diez años más tarde ocuparon Goa, en la costa de la India.

Desde el comienzo iba unido con estas empresas el pensamiento de la propagación del Evangelio. De nuevo estaba presente la Iglesia en los territorios recién descubiertos, en la persona de los miembros de la Orden de Cristo, a cuyo frente había estado, en efecto, Enrique el Navegante. Los papas habían encomendado en otro tiempo a esta Orden la misión de rechazar el Islam y el paganismo y proteger la cruz de Cristo, y todavía en vida de Enrique, Calixto III había concedido al prior de la Orden de Cristo toda la jurisdicción espiritual sobre los actuales y futuros territorios ultramarinos de Portugal. Después que el mismo rey asumió el cargo de Gran Maestre, él mismo desempeñó también este patronato, es decir, la jurisdicción espiritual sobre todas las colonias. Con ello asumía la obligación de financiar la erección de los obispados y parroquias y de preocuparse del envío y mantenimiento de los misioneros. Las sumas que el rey o la Orden de Cristo tenían que aportar por tal motivo no eran pequeñas. Pero la rica dotación de las Iglesias demuestra que los reyes tomaban muy en serio sus obligaciones. A cambio de esto tenían toda una serie de privilegios: elección y envío de los misioneros, nombramiento de los obispos, fijación y cambio de los límites de las diócesis, la jurisdicción espiritual, es decir, toda una suma de privilegios que iban mucho más allá de los derechos ordinarios de patronato. Al rey se le había encomendado, por así decirlo, por encargo del papa, la predicación del Evangelio y la administración eclesiástica en todos los territorios ultramarinos. Por orden del rey marcharon los misioneros al Congo y fundaron allí el primer reino cristiano; por mandato suyo marcharon en 1503 dos franciscanos a misionar el recién descubierto Brasil; como legado del rey desembarcó san Francisco Javier en 1542 en Goa, que era el obispado de la base portuguesa en Oriente y que había sido erigido pocos años antes. Pero cuando España se presentó, al lado de Portugal, como nación marinera y descubridora, los papas concedieron también a los Reyes Católicos lo que antes habían concedido al rey de Portugal. Ya en 1501 se les reconoció todos los diezmos de «Indias». Y una bula de 1508 les otorgó todos los derechos de patronato, el derecho de presentación para los beneficios y monasterios existentes en todos los obispados ya erigidos o que se erigiesen, y el derecho de fijar y cambiar los límites de las diócesis. Adriano IV aseguró incluso a su antiguo discípulo Carlos V que el envío de los misioneros debía ser considerado por sus superiores legítimos como missio canónica, esto es, como algo oficial de la Iglesia. De esta manera también el rey de España se convirtió en cierto modo en predicador de la fe, con el derecho y el deber de designar, enviar y mantener a los misioneros, los cuales podían ser mandados incluso contra la voluntad de los superiores de la Orden, si éstos, por negligencia, no hubieran puesto a disposición ningún personal. El rey de España —ésta fue pronto la convicción de muchos misioneros y juristas— ejercía, en las cuestiones eclesiásticas de su imperio americano, un vicariato, que se basaba en el deber de misionar, impuesto por el papa. La Santa Sede rechazó desde luego tales ideas, y en el siglo XVII incluyó en el Indice una obra que exponía la función misional de la potestad civil.